24 nov 2016

Cuando nos robaron la infancia

CUANDO NOS ROBARON LA INFANCIA
Porque los niños sueñan con sonrisas de golondrinas.


Si desde la memoria de la razón hubiese que decidir el fin de la niñez, debo decir que fue a los 12 años con una pistola apuntándome la cabeza.
 La mañana del ese día fue con una temperatura promedio de 16 grados, me acomodé en la cama y seguí leyendo, mi jornada escolar era en la tarde, cursaba 8° año en la emblemática Escuela Santa María. Cada mañana imaginaba como iba a ser el día, a que hora iba a sentir el ruido de mi mamá en la cocina preparando el desayuno; sin embargo, esa mañana casi no percibía voces, luego el sonido de la radio se hizo más intenso. Escuche a mi madre llorar  -¿Qué pasa, pregunte? – mi estomago subía y bajaba sin saber que hacer.
La radio chirriaba mensajes y mi madre se aferraba al hombro de mi papá que había vuelto  apresurado de su trabajo.
 Hasta antes de ese día, la vida familiar transcurría plácidamente, cada tarde, después de llegar del colegio, jugábamos entre hermanos, 3 mujeres y un hombre, sin ninguna posibilidad de recurrir mas aliados puesto que vivíamos en la ex Planta Ballenera Bajo Molle, alejada en ese tiempo a casi 20 minutos de la ciudad, que en ese entonces llegaba solo hasta Playa Brava.
 Nuestro territorio estaba claramente demarcado en forma natural, frente a la casa la huella y la cantera en el cerro. Atrás, el patio de la casa llegaba hasta el precipicio que terminaba en el mar. No era en verdad un precipicio, pero desde nuestra mirada lúdica servía como el fin del mundo, por allí bajábamos hasta las pozas a mariscar, a sacar almejas y contar cuantos erizos quedaban para el otro día. Jugábamos después del colegio y los fines de semana inventábamos nuevos juegos. A veces podíamos observar a los gatos, el Tao y el Gringo Esteban, tratando de librarse de la balsa malamente construida por mi hermano, nadaban a la orilla de la poza mientras el oso, el otro navegante, se hundía lentamente mientras la paja de su relleno absorbía agua.  
 Luego estaban las cuevas, que explorábamos en compañía de los primos, que llegaban a pasar el verano y vacaciones o fines de semana largo. Venían de Arica, de Antofagasta y de Iquique. Vilma, la prima mayor sabía, porque había leído, que si al ingresar a una cueva la llama se tornaba azul, el aire estaba contaminado. Nos amarrábamos en orden del mayor hasta el más pequeño. Los preparativos para entrar a la cueva eran extensos. Las instrucciones, el respirar, amarrarnos pañuelos en la boca, linternas, velas, luego y en profundo silencio se iniciaba la aventura.  Todos dispuestos a la entrada de la cueva y lentamente íbamos ingresando, entonces la prima daba el grito de alarma  -¡La vela se puso azul, el aire esta envenenado, no respiren! - Tras lo cual daba vuelta y corría despavorida hacia el exterior. Sin medir que la cuerda que nos ataba por la cintura arrastraba a los más pequeños, que iban al final de la fila y que nunca alcanzaban a ingresar a la cueva.
Gritos de susto de los mayores y de los más chicos de dolor, por ser arrastrados como bolsas, se sentían a lo largo del camino de regreso a la casa de la Ballenera.
Luego las risas, tantas risas como latidos de corazones contentos. Contentos porque éramos felices viendo pasar las bandadas de pájaros, buscando algún tesoro imaginario, nadando en busca de las islas perdidas, jugando a ser héroes y heroínas, a ser  personajes; como Jaime Fillol- mi hermano Jaime- y yo Pato Cornejo. 
También teníamos acción gracias a Patrulla Juvenil; mi hermana Mónica con su cabellera color miel era la hermosa Peggy Lipton, mi hermano Jaime (Cacho) era  Michael Cole, yo era Clarence Williams III y mi hermana Teresa aparecía de la nada diciendo - Y con ellos Tige Andrews- Como nos divertíamos.
En otras ocasiones teníamos drama, personificando a  Isidora Duncan, famosa bailarina Norteamericana que pese a su glamour murió asfixiada por una bufanda mientras viajaba en un auto descapotable.
Toda esta información la entregaba mi hermana mayor, quien siempre ha sido la farandulera de la familia, hasta ahora colecciona revista de chismes.
Acabo de darme cuenta que mi obsesión por los pañuelos debe ser a esta trágica historia tan melodramática, como suelo ser yo con mis pensamientos.
 Así transcurría la vida, placida, plena, llena de sueños, hasta septiembre 11, cuando se murió la primavera de los sueños infantiles y se inició abruptamente el camino hacia la adolescencia amarga.
Todas íbamos a ser reinas, dice el poema de la Mistral, pero no sabíamos que nuestro reinado iba a ser de temores, de escases, de pérdidas.
A pesar de todos los dolores y la incertidumbre de mis padres, trataban de que la vida siguiera su curso, un día mi papa bajó a Iquique y no regreso, el chófer le  avisa a mi madre que lo detuvieron y que estaba en  la sexta comandancia.
Estábamos solos en la Ballenera, mi papá ya no estaba. Nos cortaron la luz y el agua para que abandonáramos rápidamente la casa. Mi madre porfiada decidió esperar por mi padre y resistir.
Cada día aparecían los soldados del mal amenazando en la mitad de la noche, en la madrugada, a media tarde, nos hacían salir de la casa en pijamas y ponernos frente a la casa con las manos en alto. Éramos mi madre y 4 niños asustados, donde la mayor amenaza era el oso de mi hermana. Un oso de peluche que se llamaba Yogui y que era como un ser vivo, comía miel y dormía en su propia cama.
Mi hermana pequeña, que para esos acontecimientos tenía 9 años, se balanceaba en el columpio en el patio abierto de la casa, yo estaba a su lado, de pronto mire a mi hermana y no me salieron las palabras, iba en vuelo con el columpio y atrás agazapado un soldado con una bayoneta la esperaba para frenar su balanceo.
El grito de mi hermana alerto a mi madre quien salió con su escoba a perseguir al intruso, desde ese día mi hermana no soporta que alguien por atrás la toque o le gaste una broma. El hecho fue demasiado violento para una niña de 9 años.
Recuerdo además la solidaridad, aquella forma de relacionarnos con el otro sin importar las consecuencias. Con mis hermanos subíamos a la cantera que estaba frente a nuestra casa. Ahí habitaba un cuidador con sus perros y su tesoro más preciado, 2 barriles de agua. Barriles que nosotros ensuciábamos con tierra después de haber subido el cerro y beber y hasta a veces bañarnos en sus refrescantes aguas. El cuidador cuando se daba cuenta que estábamos por ahí empezaba a tirar piedras buscando amedrentarnos e intentaba que sus fieros perros guardianes nos atacaran, sin embargo, esos perros bajaban hasta nuestra casa y jugaban con nosotros así es que no nos iban a atacar.
Cuando después del arresto de mi papa no teníamos agua y luz, cada mañana encontrábamos en nuestra puerta dos bidones con agua, agua traída desde los barriles por el cuidador.
Seguramente extrañaba nuestra presencia, nuestras risas que se fueron perdiendo a través de los años.
Mi padre regreso después de unas semanas, pero ya no era el mismo, se fue diluyendo en su propio laberinto y tuvimos que abandonar la niñez.  48 horas nos dieron para abandonar la vieja ballenera. Era hora de empacar las pocas pertenencias que nos quedaron sin que fueran destruidas por los buscadores de armas. De todo, lo más difícil fue empacar los recuerdos, no cabían en ninguna caja.
Creo que nunca volvimos a reír de inocente felicidad. Perdimos nuestro mágico mundo y tuvimos que trasladarnos a vivir de allegados en un espacio que tenían los Masones en la Liga de Estudiantes.  
Era una casona antigua en un segundo piso, inmensa y con un salón y un escenario.  En sus murallas habían pintados acontecimientos históricos de la ciudad. Había que atravesar todo el salón y en la parte posterior estaba la casa. Tenia balcones que daban a la Plaza Prat y que cada día nos mostraban como era burlar el toque de queda.

El ruido, el ajetreo de la ciudad nos desconcertaba en los primeros días. Extrañábamos esa quietud de la vieja Ballenera, el cielo entero para nosotros cargados de miles de estrellas y esas naves de otros mundos rondando. Saber que en nuestro imaginario cabían todas las historias posibles y que éramos dueños de todos los mundos ilusorios creados en nuestra infancia.
- Habíamos dejado atrás la niñez, pero no por decisión propia, hubiésemos sido niños hasta que los juegos se hubiesen escabullido. -
En el primer piso de la casona funcionaba una agencia de buses. Arriba, nosotros, los que habíamos perdido la infancia, tratábamos de seguir jugando. Sin embargo, debo agradecer otro mundo que se abrió ante mis ojos; el salón y la biblioteca prohibidos para los niños.

Era esa prohibición la mayor atracción. En medio del salón estaba la imponente mesa con sus sillas y al costado la biblioteca.  Era un mundo mágico que me atraía como un imán, cuanto disfrute de aquellos libros, de las tardes solitarias de escases y abundancia. Sabía que en cada libro habría un escape a esos dolorosos recuerdos.
Haber perdido la infancia,  me dejo un vacío que no se logró llenar hasta la llegada de mis hijos y luego de mi nieta.
Había un cordón, entre mi infancia y mi adolescencia, que se cortó de golpe y gracias a un golpe.
Fuimos de esos niños castigados por los acontecimientos, fuimos escudo de armas y corazones rotos.
Tal vez, si no nos hubieran robado la infancia, estaríamos escribiendo otro cuento.


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