CUANDO
NOS ROBARON LA INFANCIA
Porque
los niños sueñan con sonrisas de golondrinas.
Si desde
la memoria de la razón hubiese que decidir el fin de la niñez, debo decir que
fue a los 12 años con una pistola apuntándome la cabeza.
La
mañana del ese día fue con una temperatura promedio de 16 grados, me acomodé en
la cama y seguí leyendo, mi jornada escolar era en la tarde, cursaba 8° año en
la emblemática Escuela Santa María. Cada mañana imaginaba como iba a ser el
día, a que hora iba a sentir el ruido de mi mamá en la cocina preparando el
desayuno; sin embargo, esa mañana casi no percibía voces, luego el sonido de la
radio se hizo más intenso. Escuche a mi madre llorar -¿Qué pasa,
pregunte? – mi estomago subía y bajaba sin saber que hacer.
La radio
chirriaba mensajes y mi madre se aferraba al hombro de mi papá que
había vuelto apresurado de su trabajo.
Hasta
antes de ese día, la vida familiar transcurría plácidamente, cada tarde,
después de llegar del colegio, jugábamos entre hermanos, 3 mujeres y un hombre,
sin ninguna posibilidad de recurrir mas aliados puesto que vivíamos en la ex
Planta Ballenera Bajo Molle, alejada en ese tiempo a casi 20 minutos de la
ciudad, que en ese entonces llegaba solo hasta Playa Brava.
Nuestro
territorio estaba claramente demarcado en forma natural, frente a la casa la
huella y la cantera en el cerro. Atrás, el patio de la casa llegaba hasta
el precipicio que terminaba en el mar. No era en verdad un precipicio, pero
desde nuestra mirada lúdica servía como el fin del mundo, por allí bajábamos hasta las
pozas a mariscar, a sacar almejas y contar cuantos erizos quedaban para el otro
día. Jugábamos después del colegio y los fines de semana inventábamos nuevos
juegos. A veces podíamos observar a los gatos, el Tao y el Gringo Esteban,
tratando de librarse de la balsa malamente construida por mi hermano, nadaban a
la orilla de la poza mientras el oso, el otro navegante, se hundía lentamente
mientras la paja de su relleno absorbía agua.
Luego
estaban las cuevas, que explorábamos en compañía de los primos, que llegaban a
pasar el verano y vacaciones o fines de semana largo. Venían de Arica, de
Antofagasta y de Iquique. Vilma, la prima mayor sabía, porque había leído, que
si al ingresar a una cueva la llama se tornaba azul, el aire estaba
contaminado. Nos amarrábamos en orden del mayor hasta el más pequeño. Los
preparativos para entrar a la cueva eran extensos. Las instrucciones, el
respirar, amarrarnos pañuelos en la boca, linternas, velas, luego y en profundo
silencio se iniciaba la aventura. Todos dispuestos a la entrada de la
cueva y lentamente íbamos ingresando, entonces la prima daba el grito de alarma
-¡La vela se puso azul, el aire esta envenenado, no respiren! - Tras lo
cual daba vuelta y corría despavorida hacia el exterior. Sin medir que la
cuerda que nos ataba por la cintura arrastraba a los más pequeños, que iban al
final de la fila y que nunca alcanzaban a ingresar a la cueva.
Gritos
de susto de los mayores y de los más chicos de dolor, por ser arrastrados
como bolsas, se sentían a lo largo del camino de regreso a la casa de la
Ballenera.
Luego
las risas, tantas risas como latidos de corazones contentos. Contentos porque
éramos felices viendo pasar las bandadas de pájaros, buscando algún tesoro
imaginario, nadando en busca de las islas perdidas, jugando a ser héroes y
heroínas, a ser personajes; como Jaime Fillol- mi hermano Jaime- y
yo Pato Cornejo.
También
teníamos acción gracias a Patrulla Juvenil; mi hermana Mónica con su cabellera
color miel era la hermosa Peggy Lipton, mi hermano Jaime (Cacho) era
Michael Cole, yo era Clarence Williams III y mi hermana Teresa aparecía
de la nada diciendo - Y con ellos Tige Andrews- Como nos divertíamos.
En otras ocasiones teníamos drama, personificando a Isidora Duncan, famosa bailarina
Norteamericana que pese a su glamour murió asfixiada por una
bufanda mientras viajaba en un auto descapotable.
Toda
esta información la entregaba mi hermana mayor, quien siempre ha sido la
farandulera de la familia, hasta ahora colecciona revista de chismes.
Acabo de
darme cuenta que mi obsesión por los pañuelos debe ser a esta trágica historia
tan melodramática, como suelo ser yo con mis pensamientos.
Así
transcurría la vida, placida, plena, llena de sueños, hasta septiembre 11,
cuando se murió la primavera de los sueños infantiles y se inició abruptamente
el camino hacia la adolescencia amarga.
Todas
íbamos a ser reinas, dice el poema de la Mistral, pero no sabíamos que nuestro
reinado iba a ser de temores, de escases, de pérdidas.
A pesar
de todos los dolores y la incertidumbre de mis padres, trataban de que la vida
siguiera su curso, un día mi papa bajó a Iquique y no regreso,
el chófer le avisa a mi madre que lo detuvieron y que estaba
en la sexta comandancia.
Estábamos
solos en la Ballenera, mi papá ya no estaba. Nos cortaron la luz y el agua para
que abandonáramos rápidamente la casa. Mi madre porfiada decidió esperar por mi
padre y resistir.
Cada día
aparecían los soldados del mal amenazando en la mitad de la noche, en la
madrugada, a media tarde, nos hacían salir de la casa en pijamas y ponernos
frente a la casa con las manos en alto. Éramos mi madre y 4 niños asustados,
donde la mayor amenaza era el oso de mi hermana. Un oso de peluche que se
llamaba Yogui y que era como un ser vivo, comía miel y dormía en su propia
cama.
Mi
hermana pequeña, que para esos acontecimientos tenía 9 años, se balanceaba
en el columpio en el patio abierto de la casa, yo estaba a su lado, de pronto
mire a mi hermana y no me salieron las palabras, iba en vuelo con el columpio y
atrás agazapado un soldado con una bayoneta la esperaba para frenar su balanceo.
El grito
de mi hermana alerto a mi madre quien salió con su escoba a perseguir al
intruso, desde ese día mi hermana no soporta que alguien por atrás la toque o
le gaste una broma. El hecho fue demasiado violento para una niña
de 9 años.
Recuerdo
además la solidaridad, aquella forma de relacionarnos con el otro sin importar
las consecuencias. Con mis hermanos subíamos a la cantera que estaba frente a
nuestra casa. Ahí habitaba un cuidador con sus perros y su tesoro más preciado,
2 barriles de agua. Barriles que nosotros ensuciábamos con tierra después de
haber subido el cerro y beber y hasta a veces bañarnos en sus refrescantes
aguas. El cuidador cuando se daba cuenta que estábamos por ahí empezaba a tirar
piedras buscando amedrentarnos e intentaba que sus fieros perros
guardianes nos atacaran, sin embargo, esos perros bajaban hasta nuestra
casa y jugaban con nosotros así es que no nos iban a atacar.
Cuando
después del arresto de mi papa no teníamos agua y luz, cada mañana
encontrábamos en nuestra puerta dos bidones con agua, agua traída desde los
barriles por el cuidador.
Seguramente
extrañaba nuestra presencia, nuestras risas que se fueron perdiendo a través de
los años.
Mi padre
regreso después de unas semanas, pero ya no era el mismo, se fue diluyendo
en su propio laberinto y tuvimos que abandonar la niñez. 48 horas
nos dieron para abandonar la vieja ballenera. Era hora de empacar las pocas pertenencias
que nos quedaron sin que fueran destruidas por los buscadores de armas. De
todo, lo más difícil fue empacar los recuerdos, no cabían en ninguna caja.
Creo que
nunca volvimos a reír de inocente felicidad. Perdimos nuestro mágico mundo y
tuvimos que trasladarnos a vivir de allegados en un espacio que tenían los
Masones en la Liga de Estudiantes.
Era una
casona antigua en un segundo piso, inmensa y con un salón y un
escenario. En sus murallas habían pintados acontecimientos
históricos de la ciudad. Había que atravesar todo el salón y en la parte
posterior estaba la casa. Tenia balcones que daban a la Plaza Prat y que cada
día nos mostraban como era burlar el toque de queda.
El
ruido, el ajetreo de la ciudad nos desconcertaba en los primeros días.
Extrañábamos esa quietud de la vieja Ballenera, el cielo entero para nosotros
cargados de miles de estrellas y esas naves de otros mundos rondando. Saber que
en nuestro imaginario cabían todas las historias posibles y que éramos
dueños de todos los mundos ilusorios creados en nuestra infancia.
-
Habíamos dejado atrás la niñez, pero no por decisión propia, hubiésemos sido
niños hasta que los juegos se hubiesen escabullido. -
En el
primer piso de la casona funcionaba una agencia de buses. Arriba,
nosotros, los que habíamos perdido la infancia, tratábamos de seguir jugando.
Sin embargo, debo agradecer otro mundo que se abrió ante mis ojos; el
salón y la biblioteca prohibidos para los niños.
Era esa
prohibición la mayor atracción. En medio del salón estaba la imponente mesa con
sus sillas y al costado la biblioteca. Era un mundo mágico que me atraía
como un imán, cuanto disfrute de aquellos libros, de las tardes solitarias de
escases y abundancia. Sabía
que en cada libro habría un escape a esos dolorosos recuerdos.
Haber
perdido la infancia, me dejo un vacío que no se logró llenar hasta
la llegada de mis hijos y luego de mi nieta.
Había un
cordón, entre mi infancia y mi adolescencia, que se cortó de golpe y
gracias a un golpe.
Fuimos
de esos niños castigados por los acontecimientos, fuimos escudo de
armas y corazones rotos.
Tal vez,
si no nos hubieran robado la infancia, estaríamos escribiendo otro cuento.

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